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Andrea Espinoza

  • Foto del escritor: Nosis
    Nosis
  • 6 may 2020
  • 9 Min. de lectura

Por Daniel Hurtado



El año lectivo había finalizado, de modo que la época de vacaciones comenzó para muchos niños y jóvenes. Sin embargo, no contaron con que sus meses de descanso, alegres y divertidos, tendrían que pasarlo dentro de sus hogares, puesto que un virus se había expandido a lo largo y ancho del mundo, cobrándose millones de enfermos y llevándose miles de vidas. El desconcierto de todos los jovencitos fue enorme. Y para Andrea Espinoza, el hecho de que no pudiera salir a ninguna parte, como norma preventiva para evitar la propagación del virus, fue algo que la abrumó. Para empeorar su situación, no contaba con un teléfono inteligente, pues su batería se había descompuesto; ni con consola de videojuegos o algún otro aparato de entretenimiento. Disponía solo de un televisor de la década anterior, el cual nunca veía porque, según ella: “no había nada que le interesara”; hasta las noticias le dejaron de importar, porque “contaban lo mismo todos los días”. También tenía un computador que solo podía usar en las noches, debido a que su viudo padre lo necesitaba todo el día, ya que trabajaba desde la casa.


-“¡Qué ansiedad, por Dios! Si sigo en este encierro, me va a dar algo” –así pensaba nuestra joven de dieciséis años.


Andrea ya se había acostumbrado desde hacía algunos meses al encierro casero, no por gusto, sino porque el virus ya había hecho acto de presencia desde el principio del año. Por lo que desde marzo se había dictado la norma que obligaba a todas las personas a estar en sus casas, trabajando y estudiando de manera virtual. Ya llevaba harto tiempo en ese confinamiento. Su principal entretenimiento, en aquel entonces, era participar en las clases en línea y realizar los trabajos escolares que le dejaban (momentos que aprovechaba para chatear un poco con sus amigos). Pero como el colegio había terminado por un tiempo, y ya no podía usar el computador con la misma frecuencia que antes, Espinoza quedó sumida en una terrible y solitaria monotonía. Sus actividades diurnas se resumían en ejercitarse, mirarse al espejo para ver si sus ejercicios daban resultados, y estar en su cama, pensativa, observando el techo de su habitación. A veces cerraba los ojos y se imaginaba, de la manera más vívida posible, a ella misma estando al aire libre, conversando y riendo con sus amigos; o a veces se imaginaba a ella saliendo a comer con su padre, con quien deseaba pasar más tiempo. Lamentablemente, al abrir los ojos, todas sus ensoñaciones, hechas con gran esfuerzo, se esfumaban a la velocidad de la luz; como un vendaval que manda por los aires cualquier cosa que le atraviese. Volvían a aparecérsele la desilusión y el tedio, y la muchacha caía nuevamente en la monotonía. Su situación no le prometía mucho.


Un día en el que se encontraba limpiando el polvo de su casa, abrió el armario de sus padres, y comenzó a limpiar unos libros que había allí. Eran de su madre, que había sido una gran amante de la lectura. Así que, por respeto a su memoria, procuraba mantenerlos en buen estado. Miraba los títulos de las portadas, pero tan pronto como les quitaba el polvo, los volvía a dejar en su sitio, como si, después de todo, no los hubiera visto. No obstante, cuando cogió uno de ellos, vio que se titulaba Enquiridión. Semejante palabra, de la que jamás había leído o escuchado, consiguió despertar su curiosidad e interés. Estuvo contemplando la portada durante varios minutos.


-“¿Y si lo leo?” –pensó de repente.


Permaneció reflexiva unos instantes más, hasta que decidió ponerlo a un lado, con la intención de llevárselo a su cuarto para leerlo más tarde.


Andrea Espinoza había comenzado a leer el Enquiridión (palabra griega que significa manual) del filósofo romano Epicteto, principalmente con el fin de pasar el rato, ignorando que, quizá, ese libro habría de dejarle alguna enseñanza importante para su vida. Llegó a una parte en la que decía que era inútil preocuparse y esmerarse por los aspectos externos de la vida, como la apariencia física, el dinero y la condición social, dado a que todo ello era pasajero, nada de eso era algo más que un simple préstamo temporal, sin oportunidad alguna de conservarlo, pues la vida habría de concederlo más tarde o más temprano a otra persona. Estas palabras la impresionaron un poco. Siguió leyendo y llegó a la parte en que el filósofo decía que el ser humano puede ser feliz y llevar una vida alegre cuando sepa dominar sus emociones, cuando acepte las situaciones y condiciones tal cual como se le han presentado, cuando conozca lo que hay dentro de su mente; en pocas palabras: cuando se ocupe del aspecto interno de su vida. Y que dependiendo de cuánto trabajo dedicara al desarrollo de su interior, esa sería la cantidad de riqueza interna que obtendría, un tesoro que, a diferencia del que se consigue en el fuero externo, ninguna adversidad podría quitársela. Nuestra muchacha apartó el libro y se quedó reflexionando sobre dichas palabras durante un largo tiempo.


Al leer las primeras páginas, Espinoza había conseguido captar que el texto, lejos de dar una filosofía desde una postura totalmente teórica (así era cómo ella veía la educación que recibía en el colegio), lo hacía desde un sentido práctico. Que dichas palabras no se habían escrito para leerlas y saberlas como cualquier conocimiento más del montón, sino para vivirlas. Entonces comenzó a relacionar la vida externa e interna de la que Epicteto hablaba con la suya.


-“Para un hombre que vivió, primero como un esclavo maltratado, y luego como un inválido y un solitario pobretón durante toda su vida, me asombra que viviera contento y en paz” –pensó la joven, recordando la biografía anexada en la obra-. “¿No será que yo también puedo vivir una vida alegre y apacible, libre de ansiedades, aunque me sienta sola y aislada en este preciso momento?” –añadió.


Prosiguió su lectura, pero ya no para pasar el rato. Dentro de ella había manado un fluido y puro interés por conocer más las enseñanzas del filósofo. Estuvo tan absorta en su aprendizaje que leyó el libro en un solo día; hubo veces en que su padre tuvo que tocar la puerta de su cuarto para que bajara a comer o para que le ayudara a hacer algún oficio.


Al terminarlo, se llevó la gran sorpresa de que el pequeño manual, en últimas, le hubiese dejado algo significativo y valioso. Durante la noche, mientras conciliaba el sueño, caviló sobre el contenido del texto, y terminó por resolver que lo menos que podía hacer era creer en que esas palabras podían serle de mucha utilidad, y que, al final, podrían darle la vida serena y feliz que, desde mucho antes de que el virus hubiese marginado a la población en sus casas, ella había estado queriendo. Sintió un halo de esperanza dentro de su ser, y, aunque la oscuridad no hubiese permitido verla, sonrió de gozo. Había decidido poner en práctica el Enquiridión, y buscar otros libros que pudiesen dejarle algo igual o hasta más valioso que lo que ese día había leído.


Primero comenzó por ignorar el encierro, la falta de contacto, la carencia de aparatos que pudieran entretenerla y todo lo que correspondía al aspecto externo de su vida, aspecto sobre el cual ella no podía hacer algo ni cambiarlo. Centró toda su atención en su interior, y comenzó a sacar de raíz su frustración, su tedio, su sentimiento de soledad y todas las emociones y pensamientos que la desanimaban; pues había aprendido que estos solo habitaban en su interior, y que solo a ella le correspondía sacarlos o conservarlos. No le resultaba sencillo, pero día a día perseveraba; y a medida que trabajaba en la mejora de su vida interna, la externa también mejoraba. Gradualmente fue obteniendo tranquilidad y dicha. Al mismo tiempo en que trabajaba en esa área, también leía y buscaba otros libros de los cuales ella pudiera nutrirse.


Volvió a la pequeña biblioteca de su mamá, y se encontró con un libro que recogía únicamente los cuatro evangelios. Andrea creía en Dios y rezaba, pero lo hacía por mera costumbre, y también por respeto a la memoria de su madre, que a diferencia de ella y su padre, fue devota en su creencia. Espinoza sabía que en los evangelios, a diferencia de otros libros del Nuevo Testamento (y de la Biblia en general), se encontraban las palabras pronunciadas por la boca del mismo Jesús, en carne y hueso. Así que optó por leerlos. Y para su suerte, el regocijo volvió a manifestarse nuevamente en ella, como cuando leyó el libro de Epicteto. Ya antes había tenido oportunidad de leer las Escrituras, Pero en esa ocasión descubrió, como si fuera la primera vez, que todo lo que Jesús hizo y dijo fue con un solo propósito: que entre los seres humanos haya amabilidad y piedad; que incluso la gente mala merecía esa misma amabilidad y compasión. Llegar a esa conclusión estuvo un poco difícil; fue cuestión de centrarse únicamente en lo que el Salvador dijo para encontrar el sentido exacto de sus enseñanzas y sus obras, sin tener presente las consideraciones que los curas, los pastores e incluso los apóstoles y profetas que figuran en la Biblia decían de él. De las palabras de Jesús, también aprendió a ver a Dios, no como a un ente oculto, por allá en cielo, que concede deseos y caprichos; sino como a un padre que cuida y exige lo mejor de sus hijos, que mora en el interior de ellos, y que debe manifestarse en el exterior, viviendo únicamente conforme a los mandamientos de Jesús. Muchas otras cosas más conoció y recordó la joven, y sobre ellas dedicó mucho tiempo a reflexionar.


-“Si todos viviéramos según los sermones que Jesucristo pronunció, esto sería el paraíso, y sin tener que morirse; no me cabe duda alguna” –afirmó la muchacha en su mente.


Hizo un contraste entre los proverbios de aquel sabio y su vida. Andrea se dio cuenta de que, para alguien que decía creer en Dios y en Jesús como redentor, su vida carecía de los principios que el Hijo de Dios había enseñado a las personas. Cristo prometía muchas bienaventuranzas para aquellos que atendieran a sus palabras. Entonces a Espinoza se le ocurrió lo siguiente:


-“¿Y si comienzo a ver a todos con piedad y amabilidad, tal y como lo indicó y lo practicó el Señor?”


E inmediato respondió que sí, que pondría en acción todo lo que, hasta el momento, había leído en los evangelios, y lo que leería más adelante. La muchacha tenía altas expectativas en cuanto a la vida que pretendía vivir desde esa vez en adelante, una vida recta, honrada y, por consecuencia: feliz.

De ese modo Andrea comenzó a pasar sus vacaciones. Se la pasaba leyendo la mayor parte del tiempo en su pieza; escudriñando y meditando sobre lo que leía, averiguando el valor que contenían esas palabras impresas. Poco a poco, la monotonía, la soledad y el desespero del encierro fueron yéndose, pues ella misma se esforzaba apartarlos y ponía en práctica todo cuanto había aprendido; a la vez que cultivaba su intelecto, su saber y sus convicciones. En resumen: la muchacha se fortalecía de manera constante, tanto físicamente, por medio de sus ejercicios, como intelectual y espiritualmente, por medio de sus lecturas y meditación.


Su ajetreado padre notó ciertos cambios en ella, se veía más serena y más contenta que antes. Si bien su hija le colaboraba en cuanto a los quehaceres, ahora ella, por iniciativa propia, los hacía sin que él tuviera que decírselo. De manera que una vez en la que se encontraban cenando, le dijo.


-Te veo un poco diferente, Andreíta. ¿Y eso?


Entonces ella le contó todo lo que había leído y se encontraba leyendo, y cómo eso había operado un cambio en su vida y en su forma de ver las cosas. El papá de Andrea quedó muy impresionado de la forma tan entendida y sabia con que su única hija se expresaba; y sumado a la tranquilidad y gentileza con las que hablaba (no está de más decir que era una chica agraciada), el papá sintió mucha ternura por ella. El señor Espinoza era un hombre culto y le gustaba aprender cosas nuevas que le permitieran expandir más su cultura. Y así, padre e hija pasaron una velada estupenda en la que hablaron largo, tendido e íntimamente, como no lo hacían desde hace mucho tiempo. Ambos comprendieron la importancia que cada uno tenía en la vida del otro. El padre concluyó la conversación diciendo.


-Quiero que sepas que tú no estás sola y nunca te dejaré sola. Y perdóname si te he hecho sentir así… Te quiero mucho hijita, me alegra ver que estés más alegre y que te estés formando como una mujer buena e inteligente.


Andrea respondió que también lo quería mucho, y se abrazaron. Desde esa noche, la hija y el papá se volvieron más unidos. Hablaban más, cocinaban juntos e incluso cuando oraban, lo hacían ambos; y ya no por simple tradición, ahora sus oraciones estaban cargadas de sentido y valor.


Y cabe añadir que sus amigos, a pesar de la barrera legal y sanitaria que los separaba, también notaron el cambio. Cuando la muchacha podía conectarse a las redes sociales, ellos le contaban sus problemas y sentimientos, que no diferían mucho de su inicial desánimo y aburrimiento. De modo que ella les aconsejaba y guiaba con base a todo lo que aprendió y aprendía diariamente. Algunos se mostraban reacios e incrédulos de sus palabras, pero otros quedaban admirados y encantados con lo que su amiga les decía y con el cariño que ella les expresaba, aunque fuese virtual. En virtud de su saber, Andrea llegó a ser una buena influencia para su círculo de amistades; muchos recurrían a ella para que les diera su parecer frente a alguna duda o sobre cómo afrontar cierta adversidad.


Pasaron las semanas, y el virus, despiadado y agresivo, seguía rondando por ahí. Andrea, su papá y el resto de ciudadanos permanecieron en sus casas con el fin de preservar la salud y la vida de la nación. Pero a ella ya no se le antojaba como algo terrible. Ya ni siquiera sentía los leves temores que en algunas situaciones llegaba a tener sobre su futuro (común en la mayoría de adolescentes), pues el conocimiento y el desarrollo personal que había adquirido gracias al trabajo y al cuidado de su vida interna, le daban el ánimo, el discernimiento, la valentía y la firmeza, mediante los cuales aprendía, poco a poco, a desenvolverse en cualquier situación y fuero de su vida, tanto interno como externo.

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