La justicia de los injustos
- Nosis
- 24 may 2020
- 5 Min. de lectura
Cadena perpetua en Colombia
Por Daniel Hurtado
Para poder exigir una demanda o ejercer un cargo, primero es necesario que uno en realidad merezca lo que está exigiendo y sea capaz de emplearlo adecuadamente. Si una operación de vital importancia es puesta en manos de un cirujano que, por inverosímil que resulte, sea nervioso, indeciso y poco experimentado; lo más probable es que eche a perder la operación y el paciente sufra un desenlace fatal. Lo mismo sucede con los juicios, investigaciones y demás ejercicios que corresponden al campo de la legalidad: se quiere y se pretende que todas estas labores sean ejercidas con rectitud, transparencia, imparcialidad y diligencia. Pero a nuestros oídos suelen llegar noticias de que a cierto personaje se le dio casa por cárcel, pese a que su delito era demasiado grave; de que alguien fue soltado por vencimiento de términos; o de que alguien terminó encarcelado aunque no hubiese pruebas concisas de que, en efecto, fuera el culpable. Por ende, no tiene caso creer ni pedir que los juicios o las defensas suministradas por los abogados terminen siendo efectivos; hacerlo es absurdo, especialmente cuando, normalmente, quienes se encargan de juzgar, de defender o de investigar lo hacen de manera corrupta, engañosa y lenta.
El 16 de mayo se dio a conocer que el proyecto de ley que validaría la prisión perpetua (o también llamada cadena perpetua) para violadores de niños había superado su sexto debate, estando a tres debates más cerca de ser propiamente una ley. Esto generó opiniones tanto positivas como negativas, como la del doctor y periodista Carlos Germán Navas Talero, quien consideró esta medida como un “populismo judicial, que no ataca al problema desde su raíz”. A su vez, Navas Talero aclaró que la idea de una pena es “rehabilitarlo y resocializarlo, no castigarlo”.
Independientemente de la divergencia de pareceres que dicha noticia originó, habría que ver cómo opera el sistema penal en Colombia y ver si es ejercido con justicia (o sea: con rectitud), o si acaso se ejerce de manera engañosa y turbia. De esa manera se podría deducir si esa medida traería beneficios o más percances.
Basta con recordar el escenario expresado en el primer párrafo y rememorar las innumerables anécdotas y noticias de gente que ha pagado penas cuando realmente no han tenido ninguna relación con el crimen del que son acusadas, para darse cuenta que los juicios y las condenas se imparten con aberrante injusticia. Siendo ese el caso, ¿en qué mente sensata cabe promulgar un proyecto de ley tan despiadado, a sabiendas de la parcialidad y corrupción que hay en las detenciones, las investigaciones, las defensas y las condenas? Solo a alguien que ignora y desconoce totalmente la situación judicial del país pensaría y persistiría en la aplicación de una medida como esa.
En la noticia también se dio a conocer que, aunque el culpable estuviera cumpliendo tal pena, seguirían abiertas las investigaciones para dictaminar si, quizá, hubo una irregularidad en su detención y en su juicio. Cualquiera puede pensar que hay una garantía de que el inocente no terminaría sufriendo tal castigo si se sigue investigando su caso. Lamentablemente, hay que volver a poner los pies en la tierra, y recordar que los estudios y análisis en materia judicial a nivel nacional son bien conocidos por su demora y, en ocasiones, total negligencia. No sería de extrañarse que el individuo terminara siendo olvidado, pagando por un crimen que no cometió.
Es por todas estas razones, que fácilmente pueden suceder (y que, de hecho, suceden), que una pena como la de la prisión perpetua no podría servir en ningún país donde bien se sabe que la justicia que se emplea no es más que una parodia de sí misma, como es el caso de Colombia.
Es inútil responder a personas que consideran que quienes se oponen a estas medidas, vistas por la mayoría como algo “bueno”, son los mismos criminales; ya que es suficiente con que personas con ese tipo de pensamiento sean culpadas de un delito del que nada han tenido que ver para que se pongan de rodillas ante un policía o ante el juez, pidiendo clemencia. A aquellos que digan que valdría la pena que unos cuantos inocentes sufrieran para evitar un mal mayor, se les puede decir lo mismo que a quienes piensan que expresar desacuerdo con las medidas penales implica, por defecto, ser cómplice de bandidos. No obstante, también se le puede dedicar la siguiente respuesta:
Primero que nada, es preciso comprender que un código penal, cualquiera que sea, tiene dos funciones que, aunque no estén estipuladas con formalidad ni con franqueza, escudriñando en la actitud y la intención con la que usualmente se cita y practica, resulta fácil comprenderlas: la primera es poder desquitarse a plenitud de quien hizo daño a una persona o a un grupo de ellas. La segunda es ejercer coacción sobre una población entera para evitar que hagan o si quiera piensen en algo. De esa manera es cómo se mantiene un gobierno y una sociedad. Sin la coerción y la coacción, un gobierno y una sociedad, conformada por personas que, en su gran mayoría, son deplorables en cuanto a principios morales, no puede sustentarse.
Lo anterior solo comprueba que no existe una garantía auténtica sobre que cierta ley o cierto mecanismo judicial salvará a muchos de un gran mayor, porque el código penal que colabora con la ley se basa, esencialmente, en la injusticia; por medio de la legalidad de la venganza y de la manipulación. No se puede exigir justicia de las leyes, ni de los juicios ni de los castigos, porque eso solo puede salir de los mismos individuos. El politólogo ruso, Pedro Kropotkin, citando al jurista Dalloy, ya lo había expresado hace más de un siglo en La ley y la autoridad: “Los hombres se ven constantemente obligados a pedir de la leyes lo que solo puede salir de ellos, de su educación y de su propia moral”. Es absurdo exigir y practicar justicia cuando las personas que la reclaman y la ejercen son injustas, maleducadas e inmorales.
Por otro lado, llama mucho la atención que gran parte de la población colombiana, que se considera cristiana (sea católica, protestante o judeocristiana), callen sobre este tipo de noticias; e incluso les dé el visto bueno a esta clase de medidas penales. ¿No salvó y perdonó Jesús a una adultera del juicio que se tenía merecido por violar la ley, como lo registra el Evangelio según Juan? O, ¿no fue el mismo Jesucristo, al que muchos colombianos oramos y tenemos por salvador, víctima de juicios y acusaciones injustas, como lo señala el Evangelio según Lucas? Pareciera que basta con decir que se es cristiano, católico, etc., para ser considerados, de algún modo, creyentes en Dios y seguidores de Jesús. Pero cualquiera que viera a alguien proclamarse de pertenecer a dichas religiones y ve que están de acuerdo con que haya juicios y castigos despiadados, se daría cuenta que de la hipocresía y la estupidez en la que vive esa persona religiosa. Mucho mejor le sería ser identificada como atea que como creyente. ¿Qué hacer, entonces, con los que hacen el mal, por ejemplo: los violadores de niños, si es anticristiano castigarlos? Cualquier creyente (que en Colombia son gran mayoría) está obligado a hacerse esa pregunta y a responderla según su idiosincrasia cristocéntrica. Después de todo, predicar sobre una creencia para después ignorarla en la práctica es un absurdo y un ejemplo de injusticia.
Al reclamar y exigir justicia, primero hay que demostrar que somos justos en nuestro pensar, obrar, hablar y señalar, pues de esas cuatro acciones es de dónde sale, de manera auténtica nuestra justicia, o sea: nuestra rectitud. Si somos parciales, si hay doblez en nuestra manera de pensar y actuar, si somos irresponsables, no podemos pretender que un juicio o una pena contribuyan al buen mantenimiento y progreso de nuestra sociedad, porque esos mismos juicios y penas se impartirán con la injusticia que a diario empleamos.
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