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Correazos

  • Foto del escritor: Nosis
    Nosis
  • 20 may 2020
  • 5 Min. de lectura

A propósito sobre las noticias de las fiestas sexuales ocurridas en Cali


Por Daniel Hurtado


Las instituciones gubernamentales y la fuerza pública existen, según nos enseñan desde una edad muy temprana, para garantizar el bienestar de la población y el mantenimiento de la sociedad tal y como la conocemos. Por algún motivo, siempre se suele omitir la parte de la enseñanza que se nos indica que el ser humano es una criatura de naturaleza terrible y demencial, y que por eso es preciso que haya un Estado que organice todo y tenga el derecho de valerse de cualquier recurso para mantener el orden, así sea por medio de una violencia semejante a la de las personas con esa “naturaleza terrible y demencial”. De hecho, Schopenhauer en su ensayo: La política, compara el Estado con un ‘bozal’, el cual no tiene más función que el de reprimir la conducta desenfrenada, impetuosa e impredecible que, según el filósofo, son cualidades inherentes de las personas. Esta visión sobre los gobiernos y la fuerza pública se asimila en el pensamiento de la gente a medida que crece y reflexiona sobre el entorno en el que vive y que le rodea, y, la mayoría de las veces, se queda tatuada en su idiosincrasia, creyendo que esa es la pura verdad y que no puede ser de otra manera.


No se puede culpar a alguien de ver al Estado y sus instituciones como protectores, héroes y demás epítetos que, a menudo, los llegan a considerar como providenciales (aunque Jesucristo enseñó dar la otra mejilla, mandato que ni el Estado ni la fuerza pública siguen). No se puede cuando la realidad y los hechos hablan por sí solos. Basta con recordar el incidente ocurrido el 13 de mayo del presente año en el que, en la ciudad de Cali, se dio a conocer que una fiesta sexual (dentro de la cual había drogas) se había celebrado, violando las medidas de aseguramiento para prevenir que el coronavirus se expanda. También se han registrado casos de este tipo de celebraciones en diversos puntos de la ciudad. De no ser porque alguien alertó a la policía, es decir: la fuerza pública, quienes festejaban seguirían haciéndolo, exponiéndose, ellos mismos y a otras personas ajenas, a contraer el virus y propagarlo.

Este reciente hecho es uno de miles de ejemplos que pueden y podrán citarse para probar la importancia y necesidad de un gobierno y de una fuerza pública en cualquier sociedad, sin importar que estas entidades sean corruptas e injustas; cosa que son en la mayoría de los casos. No se pueden obviar los escándalos de corrupción que ha habido en los mandatos gubernamentales ni en las obras de la Policía, el Ejército y demás instituciones que componen la fuerza.


Si Schopenhauer ve al Estado como un bozal, proyectando esa visión hacia nuestra sociedad, costumbres y experiencias colombianas (y latinoamericanas, de hecho), el Estado sería para nosotros como la correa con la que nuestros papás nos pegaban en nuestra niñez, cada vez que éramos desobedientes. Bastaba con unos cuantos golpes en la juventud, para que en la adultez ya no hubiese necesidad de castigar a la persona. Y, en efecto, es extremadamente raro (sino imposible) escuchar que a un individuo de 19, 25 o 30 años le hayan dado un correazo por parte de su mamá o de su papá por haber hecho algo indebido.


Cabe peguntarse, entonces, ¿por qué hay necesidad de que deba haber instituciones que propinen ‘correazos’ a algún mayor de edad por desobedecer las leyes y los decretos? ¿No se es muy grande como para que alguien te amenace por medio de la violencia o del encierro (otra manera de castigar típica de los papás) para que no hagas esto o lo otro?


Puede haber respuestas variadas a esas dos interrogantes. La que yo ofrezco es la falta de madurez por parte de las personas para gobernarse a sí mismas. Y no hay ese gobierno de uno mismo porque tampoco hay una ley interna que induzca, genuinamente, a obrar con honradez y justicia (o sea: con rectitud) en sociedad. La falta de principios tales como el dominio propio, la empatía, la integridad y la autenticidad, en nuestras vidas individuales, reflejan en nuestra vida social toda clase de vicios que se manifiestan en los sucesos que vemos hoy en día: robos, matanzas, violaciones, corrupción política, entre otros. El pensador norteamericano Henry David Thoreau afirma en su ensayo Desobediencia civil, que “el mejor gobierno es el que menos gobierna; y cuando la gente esté preparado para él, ese será el gobierno que tendrán”. Dicha máxima sugiere que todo lo que hace parte de la sociedad, incluyendo nuestros gobiernos y a nosotros mismos, es una proyección del modo en que pensamos, hablamos y actuamos; en una sola palabra: del modo en que vivimos. Entonces, si tenemos un gobierno corrupto, una policía corrupta, un ejército corrupto, una entidad de salud corrupta y cualquier institución corrupta, se debe, muy probablemente, a que nuestra manera de vivir es también corrupta. Si alguien ve que a una persona se le cae un billete de veinte mil pesos al bajarse de la silla del transporte público, y en lugar de devolvérselo se lo queda, es posible que se individuo, bajo ciertas circunstancias, sea capaz de robar. El escenario anterior, alarmantemente normal en nuestro día a día e incluso motivo de alegría, demuestra absolutamente que en las acciones más insignificantes y simples de la cotidianidad se puede ver nuestra forma de vivir y nuestros principios.

Por otra parte, podemos ver que en nuestra sociedad (y en cualquier otra) hay personas que son completamente inofensivas y humildes. No buscan imponer su voluntad por algún medio, mucho menos por el violento; ayudan a otros, a veces arriesgándose o sacrificando algún beneficio por el bienestar del prójimo; y llevan una vida pacífica, rehuyendo de cualquier acto que los saque de su tranquilidad y cabalidad, como las borracheras; o prácticas sexuales, como la prostitución. Si el Estado es un bozal o una correa para la gente corrupta, sin principios y sin madurez, que no puede gobernarse a sí misma; ¿qué necesidad tiene esta institución para quien vive de una manera apacible y justa, como la que ya se mencionó? Sencillamente ninguna. Una persona que se gobierna a sí misma y sabe conducirse en la sociedad es como un joven responsable, que ya no necesita que sus papás le den un correazo para obrar correctamente. Y si un individuo maduro es aquel que ya no requiere que sus padres lo vigilen todo el tiempo para que haga algo o no, mucho más lo sería quien no requiere que un gobierno ni ninguna fuerza pública le diga qué hacer y qué no.


Por simple razón y sentido común puede verse que el planteamiento de Thoreau sobre un gobierno que no gobierna, porque las mismas personas ya lo harían por sí mismas, es demasiado posible; pues basta con observar a las personas de obras rectas, actitudes bondadosas y que no participan en la política, para comprobar que una sociedad así puede existir.


No obstante, puede objetarse de las personas corruptas, sin capacidad de gobernarse ellas solas, que necesitan que alguien los castigue para no hacer algo terrible (como los participantes de las fiestas sexuales en Cali), siguen y seguirán existiendo. ¿Qué hacer entonces?


En la Utopía de Moro, se cuenta que, por lo general, se da el caso en el que a una persona se la educa en el vicio, y que, por eso, se le tiene que castigar años después. Teniendo presente ese enunciado, y que, realmente, es lo que sucede en todo el mundo, sería necesario entonces educar en la virtud a los hombres y a las mujeres, para que sean personas de virtud. Pero, ¿y qué clase de educación? Si esa enseñanza, impartida en nuestra infancia, de que el gobierno y demás instituciones estatales están para protegernos no ha funcionado, o lo ha hecho parcialmente (cosa de la cual no se puede ser conformista, pues aún hay gente que sufre, si no por los criminales, por el mismo Estado y sus entidades); entonces hay que enseñar otra cosa, por ejemplo: enseñar que el gobierno propio es lo único que nos puede proteger; y que todos, sin excepción alguna, podemos ejercerlo.

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