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LA CAFETERÍA DE SURATE

  • Foto del escritor: Nosis
    Nosis
  • 8 abr 2020
  • 12 Min. de lectura

Actualizado: 6 may 2020

Por León Tolstoi

Traducción por Daniel Hurtado

Sobre el autor


León Tolstoi (Yásnaia Poliana, 1828 – Astápovo, 1910) fue un escritor y pensador ruso. Autor de varias novelas como Guerra y paz, Ana Karenina, Resurrección y Hadji Murat, que le valieron no solo una enorme fama y prestigio en su tiempo y en su país natal, sino también la entrada a la literatura universal, en la cual sus obras han sido conocidas en todos los países y traducidas en muchos idiomas. Como firme partidario de la corriente realista, sus letras reflejaron el ambiente social, político y moral de Rusia y de varios países de Europa, a menudo con la intención de dar a conocer las inconformidades que él tenía en esos tres aspectos de la sociedad rusa de mediados del siglo XIX y principios del XX. Lo anterior, aunado con un abismal interés, producido en la década de los 70, por el cristianismo y por la reforma social pacifista, hicieron de él un escritor y un hombre en busca de la verdad, del cambio y del desarrollo moral y espiritual del ser humano; fines sobre los cuales, desde 1880 hasta el año de su muerte, volcó su actividad literaria, produciendo novelas cortas, cuentos y ensayos como ¿Cuál es mi fe?, Contra aquellos que nos gobiernan y El reino de Dios está dentro de vosotros. En dicha obra posterior, Tolstoi dejó claro que todo tipo de altercados, sean religiosos, políticos o culturales; que por lo general han desembocado en guerras, no merecen ninguna justificación; y que si las personas van a emplear sus esfuerzos en defender algo, que sea el respeto, la compasión y la paz entre seres humanos. Estos principios fueron los que él promulgó durante el resto de sus días; llegando, incluso, a realizar un viaje en tren, en el que dio sus prédicas. Llegó hasta la estación de Astápovo, en la que finalmente murió, a los 82 años.


***


En la ciudad de Surate, en la India, había una cafetería, en donde muchos viajeros, de todas las partes del mundo, se reunían y conversaban.


Un día, un teólogo persa entendido visitó esa cafetería. Era un hombre que había pasado toda su vida estudiando la naturaleza de la deidad, así como leyendo y escribiendo libros sobre dicho tema. Había pensado, leído y escrito tanto sobre Dios, que eventualmente perdió su cordura, cayó en profunda confusión e incluso cesó de creer en la existencia de un Dios. El Sah, al oír eso, lo desterró de Persia.


Tras haber discutido toda su vida sobre esta Primera Causa, el desafortunado teólogo terminó anonadándose a sí mismo; y en vez de comprender que había perdido su propia razón, comenzó a creer que no había una Razón mayor controlando el universo.


Este hombre tenía un esclavo africano, que lo seguía a todos lados. Cuando el teólogo entró en la cafetería, el esclavo permaneció afuera, cerca de la puerta, sentado en una piedra, al son del fuerte brillo del sol y ahuyentando las moscas que volaban a su alrededor. El persa, habiéndose sentado en un diván de la cafetería, pidió una taza de opio. Cuando la hubo bebido y el opio aceleró el funcionamiento de su cerebro, se dirigió a su esclavo, por medio de la puerta que estaba abierta.


-Dime, desgraciado esclavo -dijo él-: ¿Crees que existe Dios, o no?


-¡Por supuesto que existe! -dijo el esclavo, e inmediatamente sacó de su cinturón un pequeño ídolo de madera-. He aquí -prosiguió el esclavo-: este es el dios que me ha guardado desde el día de mi nacimiento. Todos en mi país adoran al árbol sagrado, cuya madera fue la que hizo a este dios.


La conversación entre el teólogo y el esclavo fue escuchada con sorpresa por los otros clientes de la cafetería. Estaban sorprendidos por la pregunta del amo, y todavía más por la réplica del esclavo. Uno de ellos, un brahmán, al escuchar las palabras del esclavo, volteó a mirarlo y dijo:


-¡Eres un infeliz y un loco! ¿Es posible que creas que dios pueda llevarse bajo el cinturón de una persona? Solo hay un dios: Brahma, y es más grande que el mundo entero, el cual fue creado para él. Brahma es el único y poderoso dios. En su honor han sido construidos templos a las orillas del Ganges, donde sus auténticos sacerdotes, los brahmanes, le adoran. Nadie más que ellos saben que él es el dios verdadero. Han pasado miles de años, y pese a muchas revoluciones, los sacerdotes han mantenido su influencia, porque Brahma, el único y verdadero dios, les ha protegido.


Así habló el brahmán, creyendo convencer a cada uno en la cafetería. Pero un bróker judío, que estaba presente, le respondió, diciendo:


-¡No! El templo del dios verdadero no está en la India; y tampoco es él quien protege a la casta brahmán. El Dios verdadero no es el Dios de los brahmanes, sino el de Abraham, Isaac y Jacob. Y Él protege a su pueblo elegido: los israelitas. Desde el comienzo del mundo, nuestra nación ha sido la que Él ha amado, y solamente la nuestra. Si estamos dispersos por todo el mundo, es para que Él nos pruebe. Pues Dios ha prometido que reunirá a toda su gente en Jerusalén. Y entonces, con el templo de Jerusalén – que es la maravilla del mundo antiguo- restaurado, Israel será quien mande sobre todas las naciones.


Así habló el judío, que estalló en lágrimas. Deseó decir más, pero un misionero italiano, que estaba allí, lo interrumpió.


-Lo que estás diciendo no es verdad -respondió al judío-. Estás atribuyendo injusticia a Dios. Él no puede amar tu nación por encima de las otras. Incluso si en el pasado Él favoreció a los israelitas, han pasado mil novecientos años desde que lo enfadaron e hicieron que Él destruyera su nación y los dispersara sobre la tierra. De modo que su fe no hace conversos y es una fe muerta. Dios no muestra preferencia a nación alguna, pero llama a todo aquel que desee ser salvo, y esto es por medio de la Iglesia Católica de Roma. El que esté afuera de ella, no puede hallar la salvación.


Eso dijo el italiano. Pero un pastor protestante, que también estaba presente, y empalideciendo por dichas palabras, volteó a mirar al misionero católico, y exclamó:


-¿Cómo puedes decir que la salvación pertenece a tu religión? Los que serán salvos son aquellos que sirven a Dios siguiendo lo que dice el Evangelio: en espíritu y en verdad, pues así lo dijo Cristo.


Entonces un turco, que era empleado en una oficina de aduana de Surate, y que se encontraba ahí también, sentado y fumando una pipa, se volteó con un aire de superioridad ante ambos cristianos.


-Su creencia en la religión romana es vana -dijo él-. Fue abolida hace mil doscientos años por la fe verdadera: ¡la de Mahoma! Solo observen cómo la verdadera fe, fundada por Mahoma, continúa propagándose tanto en Europa como en Asia; hasta en el sabio país de China se hace presente. Ustedes se dicen a sí mismos que Dios ha rechazado a los judíos, y, como prueba, mencionan el hecho de que ellos han sido humillados y que su fe no se propaga. Confiesen, entonces, la autenticidad del mahometismo, porque triunfa y se esparce a lo largo y ancho del mundo. Solo los seguidores de Mahoma serán salvos; y de entre ellos, solo los que pertenecen a la secta de Ómar, pues los de la secta de Alí no son fieles a la fe.


Al escuchar eso, el teólogo persa, que pertenecía a la de Alí, quiso responder. Pero para ese entonces, una gran disputa había surgido entre todos los individuos presentes en la cafetería que profesaban creencias y credos distintos. Allí había cristianos etíopes, lamas del Tíbet, ismailianos y adoradores del fuego. Todos ellos discutieron sobre la naturaleza de Dios, y cómo debía ser adorado. Cada uno de ellos afirmó que era solo en su país donde se encontraba y adoraba al verdadero Dios.


Todos discutían y gritaban, a excepción de un chino que estudiaba a Confucio. Estaba sentado silenciosamente en una esquina de la cafetería, sin participar en la disputa; solo permanecía ahí, bebiendo té y escuchando lo que otros decían, pero él no hablaba.


El turco notó su presencia, y se dirigió a él diciendo:


-Usted puede confirmar lo que digo, buen hombre. Mantiene callado, pero si usted habla, sé que sostendría mi opinión. Comerciantes de su país, que vienen a mí buscando ayuda, me han dicho que aunque muchas religiones han sido introducidas a China, ustedes los chinos consideran el mahometismo como la mejor de todas, y la adoptan con ánimo. Confirma, pues, mis palabras, y dinos tu opinión sobre el verdadero Dios y su profeta.


-Sí, sí -dijo el resto, mirando al chino-. Déjenos escuchar qué piensa al respecto.

El chino, estudiante de Confucio, cerró sus ojos, y pensó por un instante. Cuando los volvió a abrir, sacó sus manos de las amplias mangas de su indumentaria, y las puso sobre su pecho. Tras eso, habló con voz baja y serena.


-Señores, me parece que es más que todo el orgullo lo que impide a los hombres estar de acuerdo entre sí en lo que respecta a la fe. Si les interesa escucharme, les contaré una historia que explicará mi postura:


Vine a aquí desde China por medio de un buque inglés, el cual navegaba alrededor del mundo. Nos detuvimos por agua fresca, y arribamos en la costa este de la isla de Sumatra. Era el mediodía, y algunos de nosotros, al momento en que llegamos, nos sentamos en la sombra de una palmera de cocos, a la orilla del mar, no muy lejos de una aldea cercana. Éramos un grupo de hombres de diferentes nacionalidades. Mientras estuvimos sentados allí, un ciego se nos acercó. Más adelante nos enteramos de que se había quedado ciego por haber contemplado el sol durante mucho tiempo y con mucha persistencia; pues intentaba descubrir qué era el sol en sí y comprenderlo. Se esforzó durante mucho tiempo en cumplir su cometido, mirándolo constantemente; pero resultó únicamente en el desgaste de sus ojos por el brillo, y quedó ciego.

Se dijo a sí mismo lo siguiente:


-La luz del sol no es un líquido, porque si lo fuera sería posible meterlo en un envase y verterlo en otro; y sería movido por el viento, como lo hace con el agua. No es fuego, porque si lo fuera, el agua lo extinguiría. Tampoco es un espíritu, porque puede verse con el ojo; ni es materia, porque no se puede mover. Por tanto, si la luz del sol no es un líquido, ni fuego, ni espíritu, ni materia, entonces es… ¡nada!


Eso argumentó, y, como resultado de siempre estar mirando el sol y estar siempre pensando sobre eso, perdió dos cosas: su visión y su razón. Y cuando quedó ciego, se convenció enteramente de que el sol no existía.


Tal hombre había venido con un esclavo, quien, tras haber puesto a su amo en la sombra de una palmera, recogió un coco del suelo, y con él comenzó a hacer una lámpara. Hizo una mecha con la estopa del coco, sacó el aceite de la cáscara, y con él humedeció la mecha. Mientras estaba sentado haciendo eso, el ciego suspiró y le dijo:


-Bueno, esclavo, ¿no estaba en lo correcto cuando te dije que no hay sol? ¿No ves cuán oscuro es todo? Y todavía la gente dice que hay sol… y si lo hay, ¿qué es?


-No sé qué es el sol -dijo el esclavo-, eso no es asunto mío. Pero sé qué es la luz. He aquí, hice una lámpara, la cual me ayuda a servirte y a buscar cualquier cosa que esté en la choza.


Y el esclavo recogió el coco, diciendo:


-Este es mi sol.


Un hombre lisiado y con muletas, que estaba sentado cerca de allí, escuchó esas palabras, y se rio.


-Evidentemente has estado ciego toda tu vida -dijo al ciego-; tanto como para no saber qué es el sol. El sol es una bola de fuego, que asciende cada mañana desde el mar, y al cual vuelve, metiéndose entre las montañas de nuestra isla durante cada atardecer. Lo hemos visto, y si tu pudieras ver, también lo confirmarías.


Un pescador que había estado escuchando la conversación, dijo:


-Es claro que nunca has estado más allá de tu isla. Si no fueras lisiado, y hubieras estado en un bote pesquero como yo, sabrías que el sol no se pone entre las montañas de nuestra isla; y que así como asciende del océano cada mañana, el sol vuelve a ponerse allí durante cada noche. Lo que digo es la verdad, porque lo veo cada día con mis propios ojos.


Entonces un indio, que estaba en nuestro grupo, lo interrumpió diciendo:


-Me aterra que un hombre razonable diga semejante sinsentido. ¿Cómo es posible que una bola de fuego pueda descender al agua sin extinguirse? El sol no es eso, sino una deidad llamada Deva, que viaja todos los días en su carruaje por Meru, la montaña dorada. Sin embargo, en ocasiones, los malos espíritus Ragu y Ketu atacan a Deva y se lo tragan; es entonces cuando la tierra se pone oscura. Pero nuestros sacerdotes oran por la liberación de Deva, y es en ese momento cuando él se libera. Solo hombres tan ignorantes como ustedes, que nunca han estado más allá de esta isla, pueden creer que el sol resplandece solamente allí.

Pero el dueño de un velero egipcio, también presente, tomó la palabra.


-No -dijo-, tú también estás equivocado. El sol no es una deidad, y no se mueve solo en India y su montaña dorada. He navegado mucho por el Mar Negro, por las costas de Arabia, y he estado también en Madagascar y en Filipinas. El sol alumbra toda la tierra, y no solo la India. No rota alrededor de una montaña, sino que sale desde el lejano oriente, más allá de las islas del Japón, y se pone en el lejano oeste, más allá de las islas de Inglaterra. Por eso es que los japoneses llaman a su país “Nipón”, pues significa: “Sol naciente”. Todo esto lo sé muy bien, pues he visto mucho, y he escuchado los relatos de mi abuelo, que navegó hasta los confines del mar.


Se hubiera ido tras decir eso, de no ser porque un marinero inglés de nuestro barco lo detuvo.


-No hay país -dijo el marinero- cuya gente sepa tanto de los movimientos del sol como Inglaterra. El sol, como todos en nuestro país lo saben, asciende de ningún lugar y se pone en ningún lugar, porque siempre se mueve alrededor de la tierra. Podemos estar seguros de eso, pues nosotros mismos hemos viajado alrededor del mundo. A donde íbamos, el sol se mostraba en la mañana y se escondía en la noche, tal cual como lo hace acá.


El inglés tomó una vara, e intentó, por medio de círculos que dibujó en la arena, explicar cómo el sol se movía en los cielos y giraba alrededor del mundo. Pero fue incapaz de explicarlo con claridad; y señalando al piloto del barco, dijo:


-Este hombre conoce más que yo. Él puede explicarlo apropiadamente.


El piloto, que era un hombre inteligente, había escuchado en silencio la conversación, hasta que se le pidió que hablara. Todos voltearon a verlo, y dijo:


-Entre ustedes se están engañando, y se engañan a sí mismos. El sol no se mueve alrededor de la tierra, es la tierra quien se mueve alrededor del sol, girando, y haciéndolo sobre su mismo eje cada veinticuatro horas; provocando que el sol sea visible no solamente en Japón, Filipinas y Sumatra, que es donde estamos, sino también en África, Europa, América, y en muchos otros lugares. El sol no brilla para cierta montaña, ni para cierto mar, ni siquiera para la Tierra sola; también lo hace para otros planetas aparte del nuestro. Si solo miraran a los cielos, en vez de al suelo que se halla bajo sus pies, podrían comprender esto que digo, y ya no seguirían suponiendo que el sol resplandece solo para ustedes, o para su país.


De esa forma concluyó el piloto, que había viajado mucho por el mundo, y había contemplado los cielos durante largo tiempo.


-Entonces, en cuestiones de fe -continuó el chino, estudiante de Confucio-, es el orgullo el que causa equivocación y discordia entre los hombres. Así como pasó con el sol, pasa con Dios. Cada persona quiere tener su Dios propio y especial, o al menos un Dios especial para su país. Toda nación quiere confinarlo a sus propios templos, cuando en realidad el mundo entero no puede contener a Dios. ¿Puede algún templo compararse con la obra que el mismísimo Dios ha construido, para unir a los seres humanos en una sola fe? Todos los templos humanos son construidos, tomando como modelo este mismo templo, es decir: este mundo, que es creación de Dios. Todo templo tiene sus fuentes, sus techos abovedados, sus lámparas, sus imágenes o esculturas, sus inscripciones, sus libros sagrados, sus ofrendas, sus altares y sus sacerdotes. Pero, ¿qué templo es aquel que como fuente tiene al océano, o cuya bóveda tiene al cielo, o cuyas lámparas tienen al sol, la luna y las estrellas? ¿Qué imágenes se comparan con las personas que viven amándose y se ayudándose mutuamente? ¿Dónde hay apuntes sobre la bondad de Dios, que sean tan fáciles de entender como las bendiciones que Él ha puesto para la felicidad de la gente? ¿Dónde hay libro sagrado tan claro para cada persona como el que está escrito en su corazón? ¿Qué sacrificios se igualan a las renuncias que hombres y mujeres amorosos hacen el uno por el otro? ¿Y qué altar puede compararse con el corazón de una buena persona, en el que Dios acepte la ofrenda entregada? Entre más alta sea la comprensión de Dios, mejor será el conocimiento que tengan sobre Él; y entre mejor conocimiento tengan de Él, más cerca estarán de Su presencia, imitando Su bondad, Su misericordia, y Su amor hacia las personas. Por tanto, dejen tranquilo a quien vea la luz del sol llenar al mundo; absténganse de culpar o despreciar al supersticioso que ve en su ídolo un rayo de la misma luz; ni siquiera desprecien al incrédulo que es ciego y no puede ver la luz del sol.


Así habló el chino. Y todos los que estaban presentes en la cafetería se quedaron en silencio, cesando de discutir sobre cuál creencia era la mejor.


Nota: Esta traducción, inédita en lengua española hasta donde se sabe, se realizó tomando como referencia la edición inglesa de Louise y Aylmer Maude, al mismo tiempo que el texto original ruso.

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